Un relato anímico de los últimos meses de vida en Blasket

16.07.2013 11:05

El siguiente texto es un capítulo de la obra de Micheál ö Gaoithin (hijo de Peig Sayers, conocido como el Poeta,  el último poeta de las Blasket) Is Truagh na Fanann an Oíge (Es una lástima que la juventud no dure), publicada en 1953, meses antes de la evacuación de la isla.

 

PIENSO APESADUMBRADO EN LA VIDA QUE SE FUE

 

El mundo de hoy es un lugar triste y solitario comparado con aquellos años en los que yo crecí. Pienso en todas las personas que vivían en mi época, todos aquellos que ya han abandonado este mundo para siempre, que Dios les conceda descanso a sus almas en el cielo.

Tristes son mis pensamientos cuando vuelvo la mirada a la feliz vida que tuve. Todos esos años se han desvanecido y lo único que puedo ver hoy son las casas en ruinas donde la gente solía vivir. Recuerdo a hombres y mujeres fuertes y valientes que vivían en las casas que, tristemente, son únicamente ruinas hoy en día. Puedo recordar al menos doce casas que estaban en pleno esplendor durante mis días de juventud y que se han desmoronado. A su alrededor, hoy crecen la hierba y las ortigas.

¿Acaso te sorprende, lector, mi tristeza cuando yo pude ver alegrías y buena compañía en ellas? Son muchos los chicos y chicas de Irlanda que tienen la oportunidad de viajar y ver cosas más agradables que las que yo dispongo aquí. Me da lo mismo, no culpo a este sitio solitario, pues no creo que exista un lugar en Irlanda más bello. El mar y las rocas y los oscuros barrancos y las montañas de Irlanda están ahí, frente a mí, sin niebla sobre ellos. En días de sol, son dignos de ver. Pero son más bellos aún cuando llega la tormenta en invierno. El viento levanta la niebla de sus frentes.

Ni el frío ni las heladas ni la lluvia quiebran las montañas. Siempre tienen su misma noble figura. Aunque el paso del tiempo los agarre con fuerza, no muestran el menor signo de envejecimiento, pues siguen pareciendo igual de gratos que siempre. El mismo dulce aroma emana del brezo. Los pajaritos cantan alegremente en lo alto de las rocas y las olas murmuran sin cesar su lamento en las oscuras grutas.

Pero, dolor amargo y profundo, mis amigos y parientes nunca regresarán. Los asientos vacíos no volverán a ocuparse; no volverá a sonar la maravillosa música alegre, no se escucharán los taconazos sobre el suelo, ni las melodiosas risas dulces. En su lugar, anidan pájaros salvajes en las ruinas que una vez amó mi corazón. Quienes vivían en ellas fueron borrados de la faz de la tierra. Que Dios nos conceda la gracia de vivir de acuerdo a su verdadera y sagrada voluntad, pues en esta vida solo existe el vacío comparado con la alegría espiritual que Dios concede a quienes creen y confían en Él. Oh, Dios que estás en el cielo, oh, Santo Creador, permítenos saborear tu dulzura en nuestros corazones pues, por largo que sea el día, la noche siempre acaba llegando. El día de nuestra muerte también nos aguarda, que Dios nos conceda la ayuda necesaria para reunirnos con él.

No sé qué es lo que siembra mi corazón de estos pensamientos tan tristes. Entran apresuradamente sin que yo los busque. Consigo expulsarlos pero vuelven una y otra vez, como negra lluvia.

Recuerdo cuando este lugar estaba en pleno apogeo y la pesca era buena pero, Dios nos ayude, aquellos días se fueron y las cosas han cambiado. No queda moral ni vigor en la gente ya. Tampoco tienen ganas de pescar, incluso aunque hubiese peces. No existe hombre cuya pesca pudiese compararse con la de los hombres de antaño. La vieja costumbre llega a su fin y me temo que lo mismo ocurre con la vida en la Isla.

Recuerdo bien las bellas mañanas del verano, cuando el dorado sol se alzaba sobre la montaña. Montaña y mar se teñían de oro con el brillo del tiempo. Los bancos de peces se acercaban al muelle y junto a la playa. No podrías ver nada tan majestuoso ni en una carrera ni en una feria, cuando más de veinte curraghs se hacían a la mar para rodearlos.

Esa vida se ha ido y lo único que deseamos cada día es que nos saquen de aquí. Pero supongo que es como el cuento de la lechera, porque quienes tienen el poder de sacarnos ya tendrán otras cosas de las preocuparse. Quizá, con la ayuda de Dios, esta vida aún puede cambiar y la Isla resurgir. Hay gente aquí que cree que puede tener mejor vida fuera de la Isla. No es verdad. Aquí siempre está presente la paz de Dios. No hay problemas ni conflictos.

Si un hombre trepara hasta la cima de las montañas en una apacible tarde de verano, la fragancia y dulzura del aire dispersaría el recuerdo de cualquier pena o tormento que lo asediase y regresaría al hogar sano como una rosa de nuevo. A menudo descanso sobre la montaña más alta, observando la belleza de las otras cimas que me rodean y escuchando el murmullo de las olas. A menudo también esta misma belleza provoca que me estire sobre la hierba mirando al sol.

Pero, crudo pesar, llegó el ladrón – la edad, dulce embaucadora – y se acercó a mí sigilosamente para pillarme desprevenido. Mi padre sigue vivo, aquí frente a mí, hablando con Seán el Largo. Puedo ver a Seán Eibhlís y al Yankee y a Eoghan el Grande hablando entre ellos como siempre han hecho. Veo la vieja casa en ruinas donde Eoghán Eibhlís solía vivir y donde pasé mis años de niñez. Mira como mis pensamientos huyen a través de los largos años que ya he dejado atrás. Y la pequeña casa en ruinas sigue ahí sin ayuda de ningún tipo. Recuerdo con claridad ver grupos de chicos y chicas entrando y saliendo de esa casa. Pero todos han muerto, sin apenas intuir que así es como serían las cosas. Mi bendición y la bendición de Dios vaya con ellos, hasta que volvamos a encontrarnos en el reino eterno celestial.

 

A Pity Youth Does Not Last, Oxford University Press, 2009, p. 82-85